5.12.12

Novela IV. Francesco Sacchetti

Paseando en la biblioteca me topé con un libro fabuloso: Grandes cuentistas, una antología realizada por Germán Arciniegas, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Alfonso Reyes y Francisco Romero, que forma parte de la colección Biblioteca Universal, editada por CONACULTA y Océano.

Uno de los cuentos que –hasta ahora– más me han gustado es la Novela IV, de Francesco Sacchetti. No pude hallarla en internet en español, así que la transcribí, sólo por el gusto de compartirla.
Espero que la disfruten.

Novela IV
Francesco Sacchetii (Traducción de Julio Torri)

          Messer Bernabó, Señor de Milán, ofendido por un molinero, con bellas palabras le hizo merced de su grandísimo beneficio. Este Señor fue temido en su tiempo mas que cualquier otro; y aunque fue cruel, sin embargo, en su crueldad había gran parte de justicia. Entre otros casos que le acontecieron fue éste, de un rico abad que incurrió en una falta por negligencia, por no haber alimentado bien a dos perros alanos que se habían vuelto rabiosos y que eran del dicho Señor, quien lo multó con cuatro mil escudos. De lo que el abad comenzó a pedirle misericordia. Y el dicho Señor viéndole pedir misericordia le dijo:
          –Si tú me aclaras cuatro cosas, yo te perdonaré en todo; y las cosas son éstas: que quiero que me digas cuánto hay de aquí al cielo, cuánta agua hay en el mar; lo que se hace en el Infierno; y lo que vale mi persona.
          El abad al oír esto comenzó a suspirar y le pareció ser peor partido que el primero; pero con todo, para cesar el furor y ganar tiempo dijo que le placiese concederle un término para poderle responder a tan altas cosas. El Señor le dio de plazo todo el día siguiente, y como deseaba poner fin al incidente, le hizo dar seguridad en el tornar. El abad, preocupado, con gran melancolía tornó a la abadía, soplando como caballo que se espanta; y allí encontró a un su molinero, que al verlo tan afligido, dijo:
          –Señor mío, ¿qué tenéis que sopláis tan recio?
          Repuso el abad:
          –Bien tengo por qué, ya que el Señor está a punto de hacerme desdichado, si no le declaro cuatro cosas, que Salomón ni Aristóteles pudieran.
          El molinero preguntó:
          –Y ¿qué cosas son éstas?
          El abad se las dijo. Entonces reflexionó el molinero y dijo al abad:
          –Yo os sacaré de este apuro, si queréis.
          Dice el abad:
          –Dios lo quiera.
          Responde el molinero:
          –Creo que lo querrán Dios y los santos.
          El abad, que estaba acongojadísimo, añadió:
          –Si tú tal haces, llévate lo que quieras, que ninguna cosa me pedirás, que me sea posible, que no te otorgue.
          Dice el molinero:
          –Dejaré esto a vuestra discreción.
          –¿Cómo harás? –dijo el abad.
          Entonces replica el molinero:
          –Intento vestirme la túnica y la capa vuestras y rasurarme la barba, y mañana de mañana iré ante él, diciendo que soy el abad; y responderé a las cuatro preguntas y espero dejarlo satisfecho.
          Al abad le parecieron mil años lo que tardaba en dejar su lugar al molinero, lo cual fue ejecutado. Hecho abad el molinero, por la mañana temprano se puso en camino; y llegando a la puerta, llamó donde el Señor vivía, diciendo que tal abad quería responder al Señor sobre ciertas cosas que le había propuesto. El Señor, deseoso de escuchar lo que el abad debía decir, y maravillado de que hubiera tan presto regresado, lo hizo venir ante sí. Con la poca luz, hizo reverencia, y se cubrió con la mano el rostro para no ser conocido. El Señor le preguntó si llevaba respuesta a las cuatro cosas que le había preguntado. Replicó:
          –Señor, sí. Me preguntasteis qué distancia hay de aquí al cielo. Vistas las cosas justamente, está de aquí a treinta y seis millones y ochocientas cincuenta y cuatro mil millas y media, y veintidós pasos.
          –Tú lo has visto muy justamente; mas ¿cómo lo pruebas?
          Repuso:
          –Hacedlo medir y si no es así ahorcadme por la garganta. La segunda pregunta: cuánta agua hay en el mar. Esto me ha sido muy difícil de averiguar, porque es cosa que no está quieta, y siempre le entra agua. Sin embargo, he visto que en el mar hay veinticinco mil y novecientos ochenta y dos millones de cubos, y siete barriles y doce azumbres más dos vasos.
          Dice el Señor:
          –¿Cómo lo sabes?
          Responde:
          –Lo he averiguado lo mejor que he podido: si no lo creéis, haced buscar barriles y a comprobarlo; si no es como yo digo, que me descuarticen. Lo tercero que me preguntasteis es qué se hacía en el Infierno. En el Infierno se raja, se arrancan jirones y se ahorca, ni más ni menos como lo hacéis vos.
          –¿Qué razón das de esto?
          Responde:
          –Hablé ya con uno que ahí estuvo, y de éste tomó el florentín Dante lo que escribió acerca del Infierno; pero ya murió; si no lo creéis mandadlo ver. Cuarto, me preguntasteis cuánto vale vuestra persona; y yo os aseguro que vale veintinueve dineros.
          Cuando Messer Bernabó escuchó esto, furioso se volvió, diciéndole:
          –Que ahora mismo te nazca un pulgón venenoso; ¿soy tan poca cosa que valgo lo que un cántaro?
          Replicó, y no sin gran temor:
          –Señor mío, escuchad la razón. Sabéis que Nuestro Señor Jesucristo fue vendido en treinta dineros; fue la causa de que valéis un dinero menos que Él.
          Oyendo esto el Señor, se imaginó por cierto bien que éste no era el abad, y mirándolo fijamente comprendió que era mayor hombre de ciencia de lo que el abad era, y dijo:
          –Tú no eres el abad.
          El miedo que tuvo el molinero, cualquiera lo piensa; hincóse y con las manos juntas imploró misericordia, diciendo al Señor cómo era él molinero del abad, y cómo disfrazado fue conducido ante Su Señoría, y en qué forma había vestido el hábito, y todo más por divertirlo que por malicia. Messer Bernabó lo escuchó y dijo:
          –Ahora pronto, puesto que él te ha hecho abad, y que sabes más que él, en fe de Dios yo te quiero confirmar y ordeno que de aquí en adelante tú seas el abad, y él sea el molinero, y que tú disfrutes de toda la renta del monasterio, y él haya la del molino.
          Y así logró durante toda su vida que el abad fuese el molinero y el molinero, el abad...

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